Quizá
es verdad, que el hecho de juzgarse y juzgar tan duramente a las personas en
caso de cometer una equivocación, puede ser un acto acelerado. La vida misma a
través de nuestra existencia nos enseña a acertar y equivocarnos.
Pretender
que el otro no falle nunca es imposible. Porque nadie es perfecto.
Hay gente que se exige a sí misma cosas
que nunca exigiría a los demás y viceversa, hay gente que exige a los demás
cosas que nunca se exigiría ella misma.
Echarle
siempre la culpa de las desgracias al otro.
No
responsabilizarse jamás de sus actos porque al parecer siempre hay alguien
que lo hace peor.
Exculparse de cualquier cosa o
justificar el error, la falta, el desacierto y quizá la omisión. Son reacciones
conscientes o inconscientes que el ser humano utiliza para aferrarse al hecho
de su perfección o no asumir su responsabilidad.
En cuantas ocasiones, se expresa con
cinismo e hipocresía, “es que no sirves para nada” y esa frase
encierra la exigencia de un perfeccionamiento que en muchas de las ocasiones,
ni el propio que lo dice lo tiene.
Todas
las personas fallamos.
Porque para fallar lo único que hace
falta es tener vida.
En el cambio, la transformación, los nuevos retos y
las nuevas problemáticas que hoy en día se enfrentan, estamos propensos
a errar, fallar y equivocarnos.
Así
que no te juzgues ni juzgues tan duramente a las personas cuando a
veces no son coherentes o cuando no actúan como te hubiera gustado o cuando tú
mismo no sigues tus propios principios.
La existencia es un lugar para acertar y
para equivocarse y para quedarse a medias y a veces pasarse.
Por
ello la frase, “se equivoco mi amigo”, nos expresa el pesar de alguien cuando
el amigo se ha equivocado, ha fallado, ha tenido un desacierto y ha cometido un
error. Hay pesar y es justo de reconocerlo.
Lo
que se espera, es que el propio amigo, sepa reconocer que se equivoco y exprese su disculpa.
Finalmente, “el que este libre de pecados, que arroje la primera
piedra.”
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