Entrega de las llaves de Ecatepec
La llegada del Papa Francisco a Ecatepec fue en Helicóptero,
en su breve trayecto del Campo Marte al lugar de su descenso en Ecatepec, logró
percatarse de la desigualdad existente en un municipio que es considerado el
más poblado de americalatina. Desde el aire, el Sumo Pontífice, registró en su
memoria las condiciones en que se encuentra un Municipio que tiene grandes
carencias, grandes necesidades y grandes retos, pero al mismo tiempo observo espacios
en donde la opulencia y la vanidad se edifican con un orgullo enfermizo, donde se
gesta una sociedad de pocos para pocos.
Asimismo, el Papa Francisco, aprovechando el vuelo,
logrando conocer en su gran magnitud la grandeza de nuestro pasado al recorrer Teotihuacán
y observar a través de la ventanilla la majestuosidad de las propias pirámides y
la calzada de los muertos.
Conoció en breves momentos la majestuosidad de nuestro
pasado y la decadencia de un presente, como lo es Ecatepec, que tiene la
esperanza de transformarse en un futuro prometedor, donde hombres y mujeres están
decididos a romper con esas amarras de la corrupción, la desigualdad, la
inseguridad, la pobreza y la falta de oportunidades de empleo y desarrollo
social.
Ecatepec
es un municipio de más de 1,7 millones de habitantes perteneciente al Estado de
México y a 20 minutos de la capital del país. Es un sitio con una tasa
de pobreza del 49.0 % y en el que en 2015 se decretó una alerta de violencia de
género en 11 municipios, donde Ecatepec es parte fundamental de la violencia
de género.
Ecatepec
en los últimos días, fue embellecido por la ruta que el Papa Francisco paso
Rumbo a la homilía, asfaltado de las calles por las que pasaba el Papa,
retirada de perros callejeros, adornos florales, controles de policía, recogida
especial de basura, pinta de las fachadas de las viviendas que forman parte de
los aledaños del recinto de la misa papal, en fin, un maquillaje que ofendió a
los ciudadanos ecatepenses que simplemente, esperan que el Papa Francisco se
quede en Ecatepec por lo menos hasta el 2108 para que las condiciones actuales
del municipio más poblado de americalatina tenga la atención del Gobierno
Estatal y Municipal que merece y se avance en su desarrollo, crecimiento y
modernización.
Las autoridades estatales y municipales del Estado de
México y Ecatepec, estimaron por lo menos 2 millones de fieles en la ruta del
Papa Francisco; sin embargo, los reportes establecen que ni al millón se logró
alcanzar, donde un gran número de ciudadanos vinieron de diferentes municipios
del Estado de México, Hidalgo, Puebla y Veracruz.
El
jerarca de la Iglesia Católica, Jorge Mario Bergoglio dio inicio a la ceremonia
religiosa programada en el municipio de Ecatepec en la que, pidió traducir el
afecto de Cristo en una conducta irreprochable.
A continuación presentamos
el texto completo de la homilía del Papa Francisco:
El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo
litúrgico de la Cuaresma, en el que la Iglesia nos
invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro
bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar
el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o
en algún «cajón de los recuerdos».
Este tiempo de Cuaresma es un
buen momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos
amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del
cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que
solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que
nacen de la ternura y del amor.
Nuestro Padre es el Padre de una
gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor único pero no
sabe generar y criar «hijos únicos» entre nosotros. Es un Dios que sabe de
hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro
no del «padre mío» y «padrastro vuestro».
En cada uno de nosotros anida,
vive ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada eucaristía lo volvemos a
celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han vivido tantos hermanos
nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño testimoniado por la sangre de
tantos mártires de ayer y de hoy.
Cuaresma, tiempo de conversión
porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo
ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira,
escuchamos en el evangelio lo que hacía con Jesús por aquel que
busca separarnos, generando una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de
pocos y para pocos.
Cuántas veces experimentamos en
nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o
vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos
llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por
darnos cuenta que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y
con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de
la dignidad propia y ajena.
Cuaresma, tiempo para ajustar los
sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente
contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para desenmascarar esas tres
grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la imagen que Dios ha querido
plasmar.
Las Tres tentaciones
que sufrió Cristo. Tres
tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido
llamados. Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos.
Primera: La riqueza, adueñándonos
de bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o
«para los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su
propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a sufrimiento.
En una familia o en una sociedad corrupta ese es el pan que se le da de comer a
los propios hijos.
Segunda tentación: La vanidad,
esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de
los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama
que no perdona la «fama» de los demás, «haciendo leña del árbol caído», va
dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea,
ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte
la «común vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias te doy
Señor porque no me has hecho como ellos».
Tres tentaciones de Cristo, Tres
tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.
Tres tentaciones que buscan
degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos
encierran en un círculo de destrucción y de pecado.
Vale la pena que nos preguntemos:
¿Hasta dónde somos conscientes de
estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos? ¿Hasta dónde nos
hemos habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad
y en el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida? ¿Hasta dónde creemos que
el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre y
la dignidad de los demás son fuentes de alegría y esperanza para vencer esas
tentaciones?
Hemos optado por Jesús y no por
el demonio. Si nos acordamos lo que escuchamos en el Evangelio, Jesús
no le contesta al demonio con ninguna palabra propia sino que le contesta con
las palabra de Dios con las palabra de la escritura. Porque hermanos y hermanas
metámoslo en la cabeza con el demonio no se dialoga, no se pueda dialogar
porque nos va a ganar siempre, solamente la fuerza de la palabra de Dios lo
puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio.
Queremos seguir sus huellas pero
sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero,
la fama y el poder. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la
conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros
corazones de todo lo que degrada, degradándose o degradando a otros. Es el Dios
que tiene un nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es
nuestra fama, su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a
decir con el salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». ¿Se animan a repetirlo
juntos tres veces? «Tú eres mi Dios y en ti confío».
Que en esta eucaristía el
Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia,
y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llega y llena el corazón y
la vida de los que se encuentran con Jesús... sabiendo que con Él y en Él
siempre renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1)
Luego de la Misa el
Papa Francisco presidió el rezo del Ángelus.
A continuación el
texto completo de sus palabras antes de la oración mariana:
Queridos hermanos:
En la primera lectura de este
domingo, Moisés le da una recomendación al pueblo. En el momento de la cosecha,
en el momento de la abundancia, en el momento de las primicias no te olvides de
tus orígenes. No te olvides de dónde vienes. La acción de gracias nace y crece
en una persona y en un pueblo que sea capaz de hacer memoria. Tiene sus raíces
en el pasado, que entre luces y sombras fue gestando el presente. En el momento
que podemos dar gracias a Dios porque la tierra ha dado su fruto, y así
producir el pan, Moisés invita a su pueblo a ser memorioso enumerando las
situaciones difíciles por las cuales ha tenido que atravesar (cf. Dt 26,5-11).
En este día de fiesta, en este
día podemos celebrar lo bueno que el Señor ha sido con nosotros. Damos gracias
por la oportunidad de estar reunidos presentándole al Buen Padre las primicias
de nuestros hijos, nietos, de nuestros sueños y proyectos. Las primicias de
nuestras culturas, de nuestras lenguas, de nuestras tradiciones. Las primicias
de nuestros desvelos.
Cuánto ha tenido que pasar cada
uno de ustedes para llegar hasta acá, cuánto han tenido que «caminar» para
hacer de este día una fiesta, una acción de gracias. Cuánto han caminado otros
que no han podido llegar pero gracias a ellos nosotros hemos podido seguir
andando.
Hoy, siguiendo la invitación de
Moisés, queremos como pueblo hacer memoria, queremos ser el pueblo de la
memoria viva del paso de Dios por su Pueblo, en su Pueblo. Queremos mirar a
nuestros hijos sabiendo que heredarán no sólo una tierra, una lengua, una
cultura y una tradición, sino que heredarán el fruto vivo de la fe que recuerda
el paso seguro de Dios por esta tierra. La certeza de su cercanía y
solidaridad. Una certeza que nos ayuda a levantar la cabeza y esperar con ganas
la aurora.
Con ustedes, también me uno a
esta memoria agradecida. A este recuerdo vivo del paso de Dios por sus vidas.
Mirando a sus hijos no puedo no dejar de hacer mías las palabras que un día les
dirigió el beato Pablo VI al pueblo mexicano: «Un cristiano no puede menos que
demostrar su solidaridad [...] para solucionar la situación de aquellos a
quienes aún no ha llegado el pan de la cultura o la oportunidad de un trabajo
honorable, […] no puede quedar insensible mientras las nuevas generaciones no
encuentren el cauce para hacer realidad sus legítimas aspiraciones». Y luego
prosigue el beato Pablo VI con una invitación a «estar siempre en primera línea
en todos los esfuerzos [...] para mejorar la situación de los que sufren
necesidad», a ver «en cada hombre un hermano y, en cada hermano a Cristo» (Radiomensaje en el 75
aniversario de la Coronación de Ntra. Sra. de Guadalupe 12 octubre 1970).
Quiero invitarlos hoy a estar en
primera línea, a primerear en todas las iniciativas que ayuden a hacer de esta
bendita tierra mexicana una tierra de oportunidad. Donde no haya necesidad de emigrar para soñar; donde no haya necesidad
de ser explotado para trabajar; donde no haya necesidad de hacer de la
desesperación y la pobreza de muchos el oportunismo de unos pocos.
Una tierra que no tenga que llorar a hombres y
mujeres, a jóvenes y niños que terminan destruidos en las manos de los
traficantes de la muerte.
Esta tierra tiene sabor
guadalupano, la que siempre es Madre se nos adelantó en el
amor, y digámosle desde el corazón: Virgen Santa, «ayúdanos a
resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente y
generosa, de la justicia y el amor a los pobres, para que la alegría del
Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive
de su luz» (Evangelii gaudium, 288).
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